2 de octubre de 2011

20 cuentos solidarios - El viejo

Una tarde calurosa de febrero, en Mercedes, pleno centro de la provincia de Corrientes, Carlos volvía de la casa de su hermano. Al cruzar el arroyo vio a un viejo sentado al costado del camino. Estaba inclinado hacia delante, con sus manos a cada lado de la cabeza, como esperando que se le pasara la borrachera.
Carlos era un buen tipo y no lo dudó; se le acercó y le preguntó.
-¿Necesita algo chamigo?
-Nada, aquí me estoy... Esperando a la muerte nomás.
Carlos no lo tomó demasiado en serio.
-Por eso se lo ve tan preocupado.
-¡Que va a ser por eso! Tengo noventa años, me queda poco tiempo, y no encuentro al que siga con esto.
-¿Con qué?
-Con enseñar a vivir.
-¿Y eso se enseña? ¿Cómo?
-Haciendo algo que nadie pudo lograr.
-Intentémoslo, respondió Carlos para que el viejo se tranquilizara.
El anciano tomó una bolsa de arpillera que tenia a su lado y sacó varias cosas que acomodó de a pares, prolijamente, en el suelo.
El primer par estaba compuesto por una vela de parafina común y otra de oro. El segundo por una cuerda de soga y otra de seda. El tercero era un abrigo derruido y un anillo de diamantes.
-De cada yunta, tenés que elegir una sola cosa y encontrar el fin del camino. No puedo decirte más.
Carlos tomó la vela de parafina ya que no le encontraba utilidad a la de oro. Lo mismo decidió con el segundo y tercer par. ¿Para qué quería una soga de seda y un anillo de diamantes? Eligió la cuerda y el abrigo. ni bien terminó su elección, la realidad que lo circundaba cambio y se vio frente a un camino. Comenzó a caminar; a los pocos metros encontró un gran desnivel perpendicular. Ató entonces la soga a un árbol cercano y bajó. Habrían pasado dos o tres minutos cuando se hizo de noche, una de ésas negras y sin luna en las que no se ve ni la propia mano frente a la nariz. Prendió la vela y recuperó el rumbo. La luz volvió, pero con ella un frío húmedo y penetrante que le congelaba los huesos. Se puso el abrigo y a duras penas logró llegar al punto de partida.
El viejo estaba muerto, tirado hacia atrás, con las piernas juntas y las manos al costado del cuerpo. Una inmensa sonrisa le cubría el rostro.