9 de abril de 2010

Sonó el despertador, indicándole que eran las 7, como lo hacía todas las mañanas. El sonido repicó en su cabeza, transmitiéndole el mensaje. Era hora de levantarse. Abrió un ojo con cautela y se sintió feliz de encontrarse en el mismo lugar en el que se había dejado caer la noche anterior. Eso significaba que, por ahora, todo estaba en orden.
Primero estiró un brazo, luego el otro... ahora su pierna derecha y segundos después era la izquierda la que se desperezaba. Frotó sus manos por los ojos, contó 1...2...3 y se levantó de un salto.
Que frío, la puta madre! Corrió a vestirse. El atuendo del día se formaba con un jean azul clásico y una remera roja.. sí, rojo, rojo pasión... Hoy va a ser mí día, lo sé!
Se sirvió una taza de café, agarró el banquito de la cocina y salió a la vereda para no perder la costumbre ni cortar con la rutina. Colocó estrategicamente el asiento en el vértice, entre la pared y la ventana, y volvió a entrar.
Bebió de un sorbo el café, dejó la taza en la pileta de la cocina y salió de nuevo. Una vez más se dejó caer en el banco y se predispuso a esperar, como siempre. Sin embargo, esa mañana, entre las cotidianas cosas que vio pasar, observó también algunas no tan comúnes.
El cadete del correo entregando sus pedidos, un perro maloliente, el camión de la basura haciendo su recorrido.
Un niño camino a la escuela y segundo después, otro que lo perseguía silenciosamente para darle una sorpresa. La vecina haciendo las compras, el policía de la esquina con la misma cara de culo otra vez, un mendigo.
Desfilaron ante sus ojos incontables hojas, de todas las formas y tamaños posibles, sin dudas, el otoño se hacía notar.
Un papel de alfajor pasó rodando y atrás venía un gatito que chupeteaba el piso mugriento.
La prostituta del barrio ya se había parado en su esquina predilecta y sólo esperaba la llegada de algún cliente.
Por la vereda de enfrente pasaba un viejo barbudo que sin dudarlo un instante cruzó la calle y le preguntó a Alma por qué todos los días se sentaba ahí sin hacer nada. Ella, nunca le contestó lo que el hombre quería saber, en cambio, le habló del clima, de los precios, del gobierno, de la inseguridad y de todos esos temas que uno saca cuando quiere evitar contestar lo que se le pregunta.
Un vendedor de ajo, el afilador y una muchacha muy linda que iba al trabajo.
Alma se levantó y entró. Agarró de la heladera una porción de pizza fría, se la tragó, tomó un traguito de gaseosa y volvió a salir, almorzada.
Pasó un pibe, bastante perdido, al que le indicó cómo llegar a destino.
Una mariposa se posó en el marco de la ventana y la miró con curiosidad.
El viento levantó una polvoreda que la hizo toser. Después estornudar.
Ver pasar a los chicos con sus guardapolvos y mochilas le indicó que la merienda estaba en camino así que sacó del bolsillo un chocolate y se lo comió, así, sín más.
Tiró el papel al piso y lo vio alejarse por la avenida. Un segundo después, curiosamente, pasaba un gatito que chupeteaba el piso mugriento.
Las señoras paseaban sus perros y cargaban pesadas bolsas con compras.
Ocho años, sí, ocho años debía tener el nene que caminaba aspirando pegamento en una bolsita. Alma se entristeció.
El policía y la prostituta abandonaron sus puestos de trabajo y se fueron. Juntos, claro.
Volvía a pasar el camión de la basura haciendo su recorrido y la noche la sorprendió pensando que nunca llegaría lo que tanto esperaba.
Agobiada agarró el banquito y entró. Cerró la puerta con llave y corrió la cortina. Comió unos fideos recalentados que habían sobrado de la noche anterior y dejó los platos para lavarlos al día siguiente.
Se sacó el jean y la remera color rojo pasión que no le había servido para una mierda.
Se sentó en la cama y lloró.
Hacía años que Alma repetía esta secuencia esperando ver pasar ante sus ojos lo que todos buscamos desesperadamente. Pero nunca llegaba, veía pasar toda clase de cosas, buenas, malas, raras, tiernas, tristes... menos eso. Pensó que quizás estaba equivocada, que ansiaba toparse con algo que no existía en realidad y se deprimió.
Un rato más tarde miró la foto de su mamá en la mesita de luz, sonrió y cambió de parecer.
Sí existía, por supuesto. Se sintió feliz, renovada, con ganas, llena de energía. Sabía que mañana iba a ser su día, mañana iba a ver pasar a "su verdadero amor" en versión masculina.